viernes, 16 de octubre de 2009

Un aporte literario


AT. Sra. EDITORA RESPONSABLE

Ernestina Vignatti Cullen

Pongo a vuestra disposición una obra maravillosa del maestro Vaporeso. Este cuento fue una de muchas creaciones que, en mi rol de albaceas mugriento, logré rescatar del fuego. (en aquellos tiempos el maestro usaba sus textos para encender unos terribles soretes José Piedra que tenían olor a bosta de caballo).

Debo decir que la obra que le presento no trascendió de los suburbios culturientos debido a las restricciones impuestas por los absolutistas del canon literario actual. Los académicos y consagrados se negaron a expresar opinión para evitar la difusión. Esta obra fue el germen de una serie de cuentos de realismo atroz y anticipatorio, no aptos para la sociedad Argentina, sumergida en un mar de gozosa felicidad e ignorante de las penurias relatadas.

La “Tragedia de los Osorto” es un cuento que le erizó los pelos del pubis al trolo de Capote y elevó a la literatura de No ficción al rango de Literatura de Meta-no – Ficción.

Sin otro particular, expreso mi entusiasmo ante su heroica labor de rescate y la saludo besando los callos pustulentos del maestro Vaporeso.

Pablo Pinto

http://vahidos.wordpress.com/


La Tragedia de los Osorto

Esta era una familia común. No tenía nada en particular que la destacara de cualquier otro grupo familiar de los que pueden llegar a conocerse. La misma estaba integrada por el jefe o cabeza de familia, Reinaldo Carlos Osorto, 49 años, propietario de una pequeña inmobiliaria; su esposa Catalina Lucrecia Espósito de Osorto, 46 años, profesora de física y química; y los hijos del matrimonio: Pedrito (9 años) y Estefanía (6 años) Osorto.

Un dato que, para algunos, puede llegar a ser particular, es que con ellos vivía la madre de Catalina Lucrecia: Rigoberta María Anunciada Achábal de Espósito (81 años, jubilada), quien como abuela malcriaba mucho a sus nietos, como madre trataba de darle una mano a su hija en las labores del hogar, y como suegra hinchaba bastante las pelotas. En resumen, y como dije al principio, nada de otro mundo.

Hablando en términos policiales, los Osorto moraban en una finca ubicada en calle Uruguay entre Urquiza y 4 de enero, en el barrio sur de la ciudad de Santa Fe. Con la llegada del verano era típico ver salir a la familia a eso de las 8 de la noche, cuando todavía había algo de sol, a tomarse un par de porrones en la vereda, y de paso charlar con los vecinos y enterarse de los puteríos de los alrededores.

Así fue como una de esas noches pasó lo que algunos dicen "a mí no me va pasar", o "eso les pasó por dejar la puerta abierta". La cuestión es que mientras el matrimonio charlaba con el vecino, que era peluquero y estaba al tanto de todo lo que pasaba, y la vieja andaba atrás de los guachos para que no crucen la calle, tres delincuentes que pasaban por ahí "vieron luz" y se metieron en la casa.

Para ser ladrones de poca monta, la verdad es que los tipos fueron bastante astutos, porque se escondieron y se quedaron en el molde por un buen rato, esperando que la familia Osorto cenara, hicieran sobremesa y se fueran a dormir. Recién en ese momento los chorros salieron de la "madriguera" y empezaron a revisar todo, pero claro, uno de ellos era un pibe, Diego Sandola, que estaba dando sus primeros pasos y, como era lógico, enseguida se mandó una cagada: tiró al carajo una fuente con platos y vasos de vidrio que causaron un estruendo fenomenal.

Ahí nomás sus compañeros lo putearon de arriba abajo y al toque, alertados por el quilombo, empezaron a desfilar Reinaldo Carlos, Catalina Lucrecia, Rigoberta María y los dos pendejitos, todos cagados hasta las patas. Los ladrones ya habían sacado los bufosos y los fueron acomodando uno al lado del otro en el piso, sentados mirando la pared. Prometieron no hacerles daño, sólo querían que se quedaran callados y llevarse algunas boludeces como la TV, la video, el equipo de música, algunas alhajas, lo que sea (porque guita no había).

Como no encontraron mucho y estaban cansados de buscar, decidieron sentarse a comer algo, y se tomaron su tiempo (y también unos buenos vinos). A medida que iban pasando los minutos, que a esta altura ya eran cuatro horas, la vieja empezó a sentirse mal, a ponerse pálida, situación que se las transmitió a los chorros.

"- Joven, estoy descompuesta, no me siento muy bien."

Los tipos, que estaban bastante escaviados, le dijeron:

"- Tranquilícese doña. No le vamo´ a hacer nada, ya no vamo´ a ir."

A lo que la vieja replicó y, enfurecido, sin poder resistir la ira y la impotencia de la situación sumadas al odio hacia la octogenaria dama, Reinaldo Carlos exclamó:

"- ¡Pero no sea pelotuda, viaja chota. No ve que somos rehenes, que si quieren nos matan, y usted rompe las pelotas porque tiene un pedo atravesado. Cállese y no joda la paciencia!

Enseguida la abuela, que de pálida que estaba ya perecía transparente, empezó a sudar de manera terrible. No sé si por el miedo o por la descompostura, pero la cuestión es que doña Rigoberta a esta altura parecía un espectro. Y ahí fue cuando se desató la tragedia, porque en realidad los malhechores no iban a lastimar a nadie. Es verdad que andaban "calzados", pero no tenían malas intenciones, sólo querían llevarse algunas cositas. Pero el rumbo de la noche cambió de golpe en ese instante, cuando la vieja que parecía a punto de reventar se tiró un escandaloso pedo que pareció rajar la tierra, dejando en evidencia que Reinaldo Carlos tenía razón: era un pedo atravesado, pero ¡qué pedo, mamita! La pobre mujer sufría gases, parece que ya no cagaba ni meaba, todo lo se metía en la boca e iba a parar al estómago se transformaba en gases.

Pero esa no fue una ventosidad más. A esos negros les molestó, y con razón, que la abuela se cagara impunemente cuando ellos estaban comiendo. Eso volvió loco al cabecilla del grupo, Leo Mattioli, que además era el más borracho de todos. Este se paró al grito de:

"- ¿Así que querés cagar vieja?¡Bueno, yo te voy a hacer cagar. Vas a cagar por el orto!"

Acto seguido la levantó de los pelos, la inclinó sobre la mesa, le metió la punta del revolver sobre su gastado upite y gatillo su arma dos veces.

El tercero del grupo, Juaquin Sandola, hermano de Diego, que era el más frío, calculador e inteligente de los tres (y aún así era bastante bruto) dijo:

"- Ahora tendríamos que matarlos a todos, porque sino después van a hablar."

Y así fue como Diego se hizo cargo de Catalina Lucrecia, Leo de Reinaldo Carlos, y Juaquin asumió los decesos de los pequeños Pedrito y Estefanía. Todos muertos por un disparo en la cabeza, para no errarles y darles una muerte segura y porque no era cuestión de andar gastando balas porque sí. Lo que se dice un trabajo limpio, o casi, solamente manchado por la vieja Rigoberta, la verdadera culpable de esta masacre ya que ella fue la que efectuó el primer disparo.

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